Marco Antonio: la tortura y muerte de un denunciante de corrupción
Claudia Soruco
“Prefiero morir antes que declararme culpable y vender mis principios”. Marco Antonio murió. Su cuerpo no resistió. Un paro cardiaco acabó con una historia de traslados a más de 50 cárceles y carceletas, a centenares de audiencias postergadas y a macabras jornadas de privación de alimentos, desnudez en el patio penitenciario, golpes, humillación y otras formas de acoso psicológico.
Murió tras una abusiva “detención preventiva” de siete años. Murió a causa de un cuestionado sistema judicial que lo sepultó con más de 250 procesos y demandas en su contra.
¿Su delito? Marco Antonio Aramayo fue quien advirtió y denunció uno de los mayores desfalcos en Bolivia, un hecho de corrupción que posteriormente desembocaría en complicados escenarios políticos, electorales, sociales y judiciales. “Detuvieron al denunciante y murió sin justicia”, dijeron los medios de comunicación el 19 de abril de 2022, cuando dejó de respirar tras horas de agonía en terapia intensiva en un hospital municipal de la ciudad de La Paz, al que había llegado ya agonizante.
“Ha ocurrido el desenlace fatal”, informó esa mañana fría el abogado de quien se convertiría en el caso judicial “récord” en la historia de Bolivia. Y es que Marco Antonio enfrentaba decenas y decenas de procesos en su contra, pero originados de un mismo hecho. ¿No era que no se puede acusar más de una vez a una persona por el mismo delito? No en Bolivia.
Desde su detención en el 2015, organizaciones ciudadanas, entidades internacionales, defensores de derechos humanos, autoridades, dirigentes, familiares, abogados y políticos denunciaron los excesos de esos procesos judiciales y las vulneraciones a los derechos humanos del acusado, como no ser alimentado, hasta negarle el acceso oportuno a la salud, lo que finalmente provocó su muerte. Así se gestó uno de los eventos más icónicos y excepcionales en la región. La noticia cruzó, comprensiblemente, las fronteras.
“Recuerdo aquel día septembrino cuando usted me posesionó como Director Ejecutivo (4 de septiembre de 2013). Pero jamás imaginé que me habían elegido para sacrificarme. El mismo día caí en la trampa motivado por mis preocupaciones éticas y morales respecto a las Naciones Indígenas”, señala una inquietante carta que Marco Antonio escribió en abril, unas semanas antes de su muerte, dirigida al presidente boliviano Luis Arce, quien en aquel tiempo ocupaba el cargo de ministro de Economía del entonces presidente Evo Morales.
Abrazos efusivos, aplausos entusiastas, emoción y nerviosismo, fueron parte de la escena del evento de posesión de quien dirigiría desde ese septiembre el Fondo Indígena de Bolivia, creado durante la presidencia de Eduardo Rodríguez Veltzé en 2005 con la finalidad de financiar proyectos de desarrollo productivo y social que beneficiaran de manera directa a pueblos indígenas, originarios y comunidades campesinas. El proyecto era bueno, porque en las áreas rurales el 39% vivía en pobreza extrema, cifra que era de 9,1% en las ciudades.
“Quiero dejar en claro que el trabajo que voy a realizar va a ser apegado a la Constitución Política del Estado y vamos a transparentar nuestra gestión como se lo merecen nuestros pueblos”, fueron las palabras que Marco Antonio esgrimió y comprometió minutos después de su posesión y que años más tarde lo llevarían a su encierro y muerte.
El Fondo Indígena, hasta entonces desconocido por la mayor parte de la ciudadanía, era una entidad descentralizada que tenía como fuente de financiamiento el 5% de las recaudaciones del Impuesto Directo de los Hidrocarburos (IDH).
Su presupuesto anual ascendía a unos 240 millones de bolivianos (alrededor de 34 millones de dólares). Se trataba de mucho dinero que debía convertirse en proyectos para sectores con altos índices de pobreza y vulnerabilidad, los indígenas y campesinos. El 1,5% estaba destinado a gastos corrientes .
El mismo día de su posesión como director, Marco Antonio solicitó a sus subalternos los informes sobre el estado de los proyectos, los montos involucrados y los nombres de los responsables de cada plan.
Hojas y hojas de informes, decenas de carpetas con reportes, cientos de gráficos y tablas le fueron entregados. A la vista, sin mucho análisis, el director se dio cuenta de que había irregularidades.
Oriundo de las denominadas tierras bajas bolivianas (oriente), Santa Cruz, con el guaraní como su segundo idioma, un porte robusto y una voz que la mantenía siempre firme, al igual que la mirada, esa firmeza nunca se desvaneció, ni en su encierro ni tras las largas noches y madrugadas en las que los policías lo sacaban sin previo aviso de su celda para trasladarlo a otro aislamiento, uno cada vez más alejado. Los fiscales, en vez de acusarlo de un solo delito, le hicieron un proceso por cada proyecto en el que se comprobaron irregularidades. De ahí que enfrentó más de 250 juicios.
Tras su posesión, Marco Antonio estaba listo. Iba a destapar todos los hechos de corrupción con datos que sistematizó.
“Fuera del Fondo se ha formado un aparato grande de mafia que opera con apoyo de técnicos del Fondo Indígena, eso es triste, porque yo conozco y hay denuncias de gente que maneja 60 proyectos en una sola consultora y son exfuncionarios que conocen bien cómo funciona el Fondo”. Lo dijo públicamente. Las imágenes de televisión de esa jornada muestran rostros de sorpresa, molestia y clara incomodidad de los asistentes.
Queda como constancia de esa reunión una grabación que Marco Antonio había pedido que se hiciera, como si anticipara que en un futuro se convertiría en un elemento necesario para su protección. Lo que no imaginó es que las más altas esferas políticas del país, incluido el expresidente Evo Morales y el exvicepresidente Álvaro García Linera, no lo respaldarían. Todo lo contrario. Marco Antonio destapó uno de los mayores hechos de corrupción de Bolivia. Nadie en el gobierno estaba predispuesto a felicitarlo.
Denunció decenas de proyectos agrícolas fantasma, pago de sobreprecios, contrataciones inexistentes y presencia de consultorías inventadas, entre muchas otras cosas. La laxa manera de administrar los recursos hacía que el dinero se depositara en cuentas personales de los dirigentes indígenas y campesinos, no en las de sus organizaciones. Era un gigantesco plan de cooptación y soborno de cientos de dirigentes, que también respaldaban al gobierno. En total se distribuyeron 180 millones de dólares.
“Yo solo no puedo hacerlo, es con ustedes, tienen que dejar de estar avalando a técnicos que no valen la pena y no les hace ningún favor a los pueblos, porque sólo tienen un apetito personal”, prosiguió el director con la seguridad que le daban los documentos que comprobaban las irregularidades.
La grabación de esa reunión muestra e
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